Ha sido todo una locura. Vida nueva, supongo. Aún no me lo creo. Hace una semana ni pensaba en moverme de Madrid, pero el caso es que ahora estoy en Amsterdam.
Esperé a mi colega, aunque tratándose de él no podía esperar puntualidad. En la puerta de la estación con mis maletones casi me muero esperando. Fue asomar la cara a la calle y sentir el frío gélido y el viento agresivo, las manos empezaban a resentirse.
Un cigarrito para evitar la congelación y... toma ya, yo sin mechero. He pedido fuego a un joven y he conversado dos minutos. Estaba emocionado, de volver a hablar inglés, de volver a ser guiri, de sentirme aventurero. Congelándome, pero eufórico con mi cigarro, temblando, frente a la estación central, bajo un cielo más blanco que azul y sintiéndome medio nórdico, pese a estar sólo tres países por encima del mío. En la ciudad donde es legal fumar porros, donde mujeres desnudas te sonríen y llaman con el dedo desde detrás de los cristales, donde la gente va en bicicleta aunque esté diluviando.
Llegó Julio por fin, y tras los abrazos de rigor, fuimos a su casa. El cabrón se ha agenciado un sitio de puta madre, a 10 minutos del centro, con un salón tela de grande y ventanales inmensos en dos de las paredes. Un lado da al canal contiguo, lo que sube bastante el precio de cualquier casa aquí.
La casa estaba llena de gente. Un montón de recuerdos de etapas diferentes han venido a mi mente. Julio me ha traído mi primer peta: un preliado del Abraxas, un coffeeshop que ya había hecho su aparición en mi vida antes. Tres caladas y en la gloria: vaya potencia tiene la yerba aquí, casi me había olvidado. No sé qué será de mi, pero creo que lo voy a pasar bien.
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