Las 9 en punto de la mañana. Sin piedad, abofeteó el despertador con sonámbula energía y remoloneó entre las sábanas cinco minutos más, que como casi siempre, fueron quince. De súbito, el sentido de la responsabilidad le invadió y saltó disparado de la cama, preparó el café y se dio una ducha expréss. Pese a todo, se embobó demasiado leyendo la prensa mientras desayunaba y no le quedó más remedio que, casi como siempre, salir disparado a la carrera. "Si voy a ritmo constante llego en 15 minutos exactos", pensó. Pero no contaba con el viento, y sobre la bicicleta se convirtió en un feroz e inesperado enemigo. Cuesta abajo se hubiera quedado varias veces si no hubiese pedaleado de pie cual Diablo Chiapucci en pos de la puntualidad. Ya había recibido algún toque de atención previo por impuntualidad y no quería enmarronarse ni tener que inventar historias estúpidas para salvaguardar un curro de mierda que, en el fondo, sabía pasajero. Las primeras gotas de sudor, aunque leves, mojaron su frente cuando giró por el hotel de Europa, dispuesto a enfilar Dam y llegar puntual a la tienda de souvenirs. Así fue. Incluso le sobró un minuto para poner el candado a la bici justo enfrente del lugar donde pasaría las siguientes 8 horas, si no más, porque allí, en verdad, nunca se sabía.
Llegó como siempre, disimulando el apuro con la más pilla sonrisa que se puede imaginar. Era su forma de prepararse para su disfraz de cuentacuentos, de vendemotos, para contar maravillas de unos artículos caros, supersobados y nada originales, que probablemente estarían a mitad de precio en alguna tienda de la manzana de detrás. Cumplió con el ritual que aprendió cuando llegó a la tienda semanas atrás: chocar la mano con cada uno de sus compañeros, cada cual según su peculiar manera. Había una forma estándar, pero luego cada uno tenía su propia versión. A fin de cuentas, ¿qué se podía esperar de un clan de judíos, polacos, rumanos, italianos, rusos, uruguayos y franceses, todos medio tocados del ala?
Se despojó de la chaqueta sin prisa y subió la escalera, rumbo al tedio, a horas de imaginación y estudio sociológico, que era a lo que dedicaba tanto tiempo parado. Porque, amén de rachas moderadas de italianos fumados y franceses no fumados pero más empanados si cabe, el trabajo consistía en revisar el orden de la tienda -absurdo, siempre impoluta- y atender a quienes osaban acercarse a las vitrinas. En las vitrinas, huelga decirlo, todo el material más profesional jamás imaginado para yonquis. Sin importancia de ser el objeto de uso legal o ilegal, que no sólo de yerbas había maquinaria en aquellas vitrinas, y quienes la buscaban lo hacían discretamente. Lo último que querían la mayoría de los por allí merodeaban era regocijarse públicamente de sus aficciones más perversas. Pero el jefe estaba absorbido por el dinero, y no tenía ni la más cochina idea de psicología, ni mucho que le importara, a decir verdad, así que obligaba a sus empleados a acercarse con la jodida preguntita de marras: "Excuse sir, may I help you?" Por supuesto los tíos le miraban con cara de sobrados y soltaban un "Just looking" el 90% de las veces, sin exagerar. Las chicas solían abrirse más, y con frecuencia regalaban como agradecimiento sonrisas. De las más bellas coleccionó en horas y horas de atención al cliente. Griegas, polacas, rusas. No sabía cuáles prefería. Francesas, argentinas, italianas. Disfrutaba con cada cliente que entraba, porque sabía que sólo así vencería al tiempo. Tenía sus trucos para engañar al reloj. Lo mismo le soltaba una imbecilidad casual a la compañera rumana, que se acercaba a poner a parir el funcionamiento de la tienda con Jacinto, el portero español, y ambos se cebaban y reían del tacaño jefe, sin mala fe pero con mala baba.
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