No me hubiera costado nada hacer las cosas bien con Diana. Supongo que dejas de hacer las cosas bien cuando no te importan demasiado las personas, aunque no esté bien decirlo ni hacerlo. Diana venía a follar, y punto. Sí, alguna vez comíamos juntos o cenábamos, y alguna vez vimos alguna película, pero venía a follar.
Ni lo nuestro iba en serio ni jamás hubiera funcionado, era más como un alivio necesario, satisfacer puras necesidades fisiológicas universales. Era -y es aún, supongo- una tía de puta madre. Con ella nada era un problema, y siempre reía, y todo era bueno. La primera noche que se vino a mi casa fue un desastre: ambos estábamos muy cachondos, y duramos en el sofá del salón apenas un minuto, porque a ella le faltó tiempo para pedirlo: "Por qué no vamos a tu habitación?" Esa noche había bebido bastante, y me habían invitado a unas cuantas rayas, por lo que no hubo manera de poner dura "la cosa".
La pobre Diana chupó y chupó, acarició, besó, pero yo estaba tan rayado de ver que aquello no se levantaba que la presión me volvió totalmente nulo. Se quedó a dormir, y nos aprendimos de memoria los cuerpos, pero el sentimiento de vergüenza innato en estos casos me poseyó por completo. Cuando la manyana del domingo la acompanyé hasta la puerta de casa, pensé que no volvería a verla, y pensé que incluso sería mejor así.
Sin embargo la semana siguiente me llamó, vino a casa y tuvimos una maravillosa sesión donde recuperamos con creces el sexo perdido la primera vez. Ella se espantó cuando saqué el lubricante y el anillo vibratorio (de esos que llevan una pilita y te lo pones en la polla para estimular el clítoris), y me preguntó que si era un follarín, que cuántas tías me había llevado a casa en lo que llevábamos de anyo. No sé si dije tías de más o de menos, pero mentí. En cualquier caso, pareció dejar de importarle en cuanto empecé a comerle el conyo. "Pero qué me haces?", decía mientras se revolcaba de placer entre gemidos extremadamente sexys.
Con ella pude practicar durante los meses que nos estuvimos viendo todo aquello que había estudiado con tanto ahínco, todas las técnicas de eyaculación retardada, el ritmo de contención, la respiración profunda, y por supuesto toda la nueva gama de caricias estratégicas que había aprendido. Todo eso, sumado a la literatura que sale de mi boca cuando estoy en una cama y al poco interés que le mostraba cuando no estábamos juntos, hicieron el resto: ella hubiera matado por mi, aunque tan sólo estuviésemos follando.
No hubiera dejado de verla de haber seguido en Espanya, pero tenía que cambiar de aires.
Desde que llegué a esta ciudad no he echado ni un mísero polvo. Al principio daba igual, todo era maravilloso: vida nueva, lugar nuevo, todo nuevo. Sin embargo ahora uno empieza a cansarse de porros y porros y canalitos y canalitos. Vivir bien implica muchas cosas, pero nadie dejaría fuera el ingrediente sexual en su definición. Mientras trabajo mi círculo social y hago amistades no puedo vivir solamente de pasear y fumar, aunque tampoco voy a llamar a Chispita, por más que Jessy se empenye en que haríamos una gran pareja (justo lo que no quiero, una segunda Diana no funcionaría salvo que la chica fuese Diana).
Sin embargo, tengo que estar preparado para cuando llegue la oportunidad. Estoy haciendo los ejercicios de contracción del músculo pubococcígeo a diario, y ya siento que vuelvo a estar mucho más en forma. No puedo fallar cuando llegue el momento, y si tengo los músculos entrenados no hay motivo para temer: el éxito es una garantía.
También es cierto que mi vuelta al tantrismo me ocupa mucho más tiempo con pensamientos eróticos en mi cabeza. Peligro a evitar: el barrio rojo. A veces al salir de la tienda me doy un paseo por las calles de los escaparates, y hay algunas chicas que sólo con mirarte te quitan el hipo. Vuelta a casa, práctica de los ejercicios y pajote al canto, para comprobar que sí, que cada día aguanto más sin correrme. Espero poder volver a la práctica real pronto, porque las ventanas me llaman como nunca. Lo siento por dentro, las ventanas me están llamando.
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