No es que lo sospeche, es que lo sé, es obvio y no se esconden: mi tienda la lleva un clan judío que funciona casi como una mafia. Sólo así se explican las maravillosas atenciones con que se despacha mi jefe, Levy, de Tel-Aviv, con todos los israelitas que se dejan caer por la tienda, ya sea buscándole específicamente o fortuitamente como clientes ricachones dispuestos a tomar Amsterdam en sus maletas en forma de inmortal -y material- recuerdo. Por eso no es de extranyar que contratase a Elder.
Debe llevar media vida currando ahí, y hace de todo; desde vigilar los gorros y paraguas de los expositores de la puerta, a hacer la reposición de todos los artículos en el almacén subterráneo. Está rapado al cero, aunque siempre lleva un gorro -negro, como todo lo que viste- y tiene una perilla pobladísima de llevar cultivando meses, sin especial cuidado. Habla tan rápido que parece que se acabe de haber esnifado dos gramos de coca o bebido 7 red-bulls, y a veces resulta agobiante entenderle por más de un minuto, porque además no para de hablar.
El tío habla solo, canta, pega voces gritando improperios cuando algo no le cuadra o cuando algún otro empleado más apavado -y menos eléctrico- le saca de quicio con su lentitud. Está loco perdido, aunque no sea mal tipo, pero le conoces cinco minutos y piensas: joder, a este tío le han hecho mucho danyo las drogas. Él lo sabe, lo asume, lo reconoce. Ahora "sólo" toma setas o coca los fines de semana, y porros uno o dos al día. A veces hablar con él me ayuda a darme cuenta de que fumo demasiado.
Elder no es sino uno más en un mundo, el de Amsterdam, que está lleno de personajes de película. Están los más interesantes, los más creativos... Pero también, de alguna manera, estamos los más tarados.
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